Periodista invitada: Michelle Acevedo Vélez
Recordar las primeras veces es un hábito permanente. Algunos padres conservan el primer diente de leche que se les cayó a sus hijos, muchas personas atesoran el recuerdo del primer beso que dieron y hay quienes se niegan a olvidar aquello que compraron con su primer salario. Sin embargo, poco se habla de las últimas veces, quizás porque traen consigo la nostalgia de algo que parece que nunca volverá.
Un día, fue la última vez que usé rueditas de entrenamiento para montar en bicicleta, la última vez que salí a jugar con mis amigos de la cuadra y, sin pensarlo, la última vez que alenté al DIM en el Atanasio.
Fue un partido contra Boyacá Chicó. Era pequeña y mi mamá no me dejaba ir al estadio de rojo porque le daban miedo las peleas entre barras bravas así que usé una insípida camiseta amarilla. La tribuna oriental estaba a reventar y esa tarde cantamos un gol que marcó la victoria del Poderoso.
Después de eso vino una temporada oscura para el Equipo del Pueblo. Fueron tantos fracasos y una crisis prolongada que de alguna u otra forma me distancié del ritual de visitar el Atanasio, algo no muy propio de un verdadero hincha rojo, acostumbrado a perder hasta el cansancio.
Un jueves de febrero ocurrió el milagro. Me obsequiaron entradas para el duelo versus Llaneros y contra todo pronóstico me encaminé al reencuentro, una cita con la afición, lo extraordinario de una tradición.
La cábala funcionó: el equipo asestó en la red contraria tres golazos en medio del fulgor de una noche emocionante. Al ritmo de la Murga se repartieron aplausos y ovaciones, el olor de las bengalas y el sabor de las obleas selló un momento singular.
Y no es para menos, pues el triunfo puso al DIM a encabezar la tabla y a conservar un invicto que ilusiona, así es, la primera palabra de alguien que cae nuevamente en las redes del fanatismo.
Chaverra, Sandoval y Londoño sentenciaron la vez que volví al estadio, que podría confundirse con otra primera vez, pero que con seguridad no será la última.